Diferencia entre revisiones de «Virtud»

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== Concepto de virtud ==
la virtud es la virtud

Con el término “virtud” (del latín virtus, que corresponde al griego areté) se designan cualidades buenas, firmes y estables de la persona, que perfeccionan su inteligencia y su voluntad, y la disponen a conocer mejor la verdad y a realizar, cada vez con más libertad y gozo, acciones excelentes, para alcanzar su plenitud como persona.

Las virtudes que se adquieren mediante el esfuerzo personal, realizando actos buenos con libertad y constancia, son las virtudes humanas, naturales o adquiridas. Unas perfeccionan a la inteligencia en el conocimiento de la verdad teórica y práctica (intelectuales); y otras, a la voluntad y a los afectos en el amor del bien (morales).

Según la fe cristiana, Dios concede gratuitamente al hombre determinadas virtudes para que pueda obrar de modo sobrenatural, como hijo de Dios: son las virtudes sobrenaturales o infusas.


== Las virtudes intelectuales ==
== Las virtudes intelectuales ==

Revisión del 00:16 19 mar 2010

Concepto de virtud

Con el término “virtud” (del latín virtus, que corresponde al griego areté) se designan cualidades buenas, firmes y estables de la persona, que perfeccionan su inteligencia y su voluntad, y la disponen a conocer mejor la verdad y a realizar, cada vez con más libertad y gozo, acciones excelentes, para alcanzar su plenitud como persona.

Las virtudes que se adquieren mediante el esfuerzo personal, realizando actos buenos con libertad y constancia, son las virtudes humanas, naturales o adquiridas. Unas perfeccionan a la inteligencia en el conocimiento de la verdad teórica y práctica (intelectuales); y otras, a la voluntad y a los afectos en el amor del bien (morales).

Según la fe cristiana, Dios concede gratuitamente al hombre determinadas virtudes para que pueda obrar de modo sobrenatural, como hijo de Dios: son las virtudes sobrenaturales o infusas.

Las virtudes intelectuales

El hombre tiende por naturaleza al conocimiento de la verdad. La actividad intelectual –aprendizaje, estudio, diálogo, reflexión- de la persona que busca la verdad, engendra en ella las virtudes intelectuales. A su vez, la adquisición de conocimientos verdaderos lo capacita para alcanzar otros más profundos o difíciles de comprender.

División de las virtudes intelectuales

La razón dispone de dos funciones: la función especulativa o teórica, que tiene como finalidad conocer la verdad sobre el ser, sobre los diversos ámbitos de la realidad; y la función práctica, cuya finalidad consiste en saber cómo debemos actuar.

Pues bien, hay unas virtudes que perfeccionan la razón especulativa y otras a la razón práctica, para que realicen bien su función.

Las virtudes que perfeccionan a la razón especulativa son las siguientes:

  • El entendimiento o hábito de las primeras verdades especulativas (noûs, intellectus). Es el hábito que perfecciona a la razón en el conocimiento de las primeras verdades sobre la realidad, evidentes por sí mismas; por ejemplo: “el todo es mayor que la parte”, “algo no puede ser y no ser al mismo tiempo, desde el mismo punto de vista”, “todo agente actúa por un fin”, etc. Sobre estas verdades se asientan todos los demás conocimientos. Es un hábito que no se adquiere por el esfuerzo personal, sino que se posee de modo natural.
  • La ciencia (epistéme, scientia). Es el hábito que perfecciona a la inteligencia para conocer las cosas en razón de sus causas particulares. Gracias a esta virtud, la inteligencia, a partir de las verdades evidentes por sí mismas, penetra en el conocimiento de las cosas, conoce sus causas inmediatas y obtiene conclusiones.
  • La sabiduría (sophía, sapientia). Es el hábito que, a partir de las primeras verdades de lo real y del conocimiento del universo visible, se pregunta por las causas últimas de todas las cosas.

La razón práctica, a su vez, es perfeccionada por las siguientes virtudes:

  • El hábito de las primeras virtudes prácticas (morales) o sindéresis. Se trata de un hábito natural, gracias al cual la persona experimenta que debe hacer el bien y evitar el mal, o que no puede desear para otros el mal que no quiere para sí misma.
  • La prudencia (frónesis, prudentia). Es la virtud que perfecciona a la razón para que delibere y juzgue bien sobre la acción concreta que se debe realizar en orden a conseguir un fin bueno, e impulse su realización.
  • La técnica o arte (téjne, ars). Consiste en el hábito de aplicar rectamente la verdad conocida a la producción o fabricación de cosas.

Características de las virtudes intelectuales

Se suele afirmar que las virtudes intelectuales no son estrictamente virtudes, porque, aunque son buenas cualidades de la persona, no la perfeccionan desde el punto de vista moral. Mientras que las virtudes morales dan la capacidad para obrar moralmente bien, las intelectuales solo proporcionan el conocimiento de la verdad, y no garantizan el buen uso de ese conocimiento. Sin embargo, esta afirmación no es aplicable a la prudencia –que puede considerarse la virtud moral por excelencia. En cuanto a las demás, es necesario tener en cuenta lo siguiente: el hecho de que no perfeccionen moralmente a la persona no quiere decir que carezcan de relevancia para la vida moral, ni que su adquisición sea independiente de las virtudes morales del sujeto. Unas y otras están íntimamente relacionadas.

Las virtudes morales

Las virtudes morales son hábitos operativos buenos, es decir, perfecciones o buenas cualidades que disponen e inclinan al hombre a obrar moralmente bien.

Debido a la persistente influencia de algunas concepciones antropológicas, se impone aclarar que el término “hábito”, aplicado a la virtud, no significa costumbre o automatismo, sino perfección o cualidad que da al hombre la fuerza (virtus) para obrar moralmente bien y alcanzar su fin como persona.

No se trata de una simple cuestión terminológica; del concepto de hábito operativo depende la adecuada valoración de la virtud.

Por costumbre o automatismo se entiende un comportamiento maquinal, rutinario, adquirido por la repetición de un mismo acto externo, que implica disminución de la reflexión y de la voluntariedad. Cuando se identifica la virtud -hábito operativo- con la costumbre, se concluye fácilmente que el comportamiento virtuoso apenas tiene valor moral, porque es mecánico, no exige reflexión y resta libertad. Sin embargo, nada más lejos de la virtud que la disminución de la libertad. El hábito virtuoso, que nace como fruto del obrar libre, proporciona un mayor dominio de la acción, es decir, un conocimiento más claro del bien, una voluntariedad más intensa y, por tanto, una libertad más perfecta.

Además, la costumbre es un determinismo psicosomático, y por eso puede ser modificada por causas ajenas al sujeto: enfermedad, circunstancias externas, etc. En cambio, la virtud, por ser algo propio del alma, es una disposición firme que solo puede ser destruida por la propia voluntad.

Sujeto y objeto de las virtudes morales

El sujeto de las virtudes es la persona. Solo la persona es virtuosa o viciosa. Pero podemos preguntarnos en qué facultades (razón, voluntad, etc.) de la persona radican sus virtudes morales. Nos preguntamos entonces por el sujeto psicológico de las virtudes.

Pues bien, las virtudes morales –excepto la prudencia, que es una virtud de la razón- arraigan en las facultades apetitivas de la persona: en la voluntad (apetito intelectual) y en los apetitos sensibles (irascible y concupiscible). No obstante, en sentido estricto, el sujeto de las virtudes morales es la voluntad.

Acabamos de utilizar una terminología clásica, que tiene su origen en Platón y Aristóteles, y que requieren ser aclaradas. Así como la razón es una facultad cognoscitiva (su función es conocer), la voluntad es una facultad apetitiva, es decir, su función es apetecer, querer (o no querer) el bien que la razón o intelecto ha conocido (por eso se llama apetito intelectual). Cuando nuestra razón conoce un bien que debemos realizar (por ejemplo, ayudar a un amigo enfermo), la voluntad puede querer (o no querer) ese bien.

Pero no solo tenemos apetito intelectual. También tenemos apetitos o afectos sensibles. Son facultades que apetecen los bienes que conocemos por medio de los sentidos. Así, por ejemplo, ante una buena comida, el apetito sensible la apetece, y surge el deseo de comerla; ante un buen partido de fútbol, sentimos el deseo de verlo.

Hay dos tipos de apetitos sensibles: el concupiscible y el irascible. El primero es el que reacciona deseando los bienes placenteros, agradables (de ahí su nombre de concupiscible, que procede del latín concupiscere: desear). Es el causante de pasiones como el deseo y el odio, el gozo y la tristeza. El segundo, en cambio, reacciona ante los bienes difíciles de conseguir, y de él nacen las pasiones de la esperanza, el temor, la audacia o la ira.

Pues bien, cuando la voluntad está perfeccionada por las virtudes –el amor y la justicia-, la persona obedece más fácilmente a su razón, queriendo el bien que esta le presenta.

Pero también los apetitos o afectos sensibles necesitan ser perfeccionados por las virtudes, concretamente por la fortaleza (el irascible) y por la templanza (el concupiscible). De este modo, en vez de incitar a la persona a buscar el bien que ellos le proponen –algo que no siempre es bueno para la perfección moral-, la ayudan a obedecer a la razón, potenciando con su energía el querer de la voluntad.

Sucede entonces que la persona, gracias a las virtudes de su razón, voluntad y afectos sensibles, se dirige al bien con todas sus fuerzas, y eso es propio de la perfección moral.

La educación moral no consiste, por tanto, en anular o suprimir los afectos o apetitos sensibles, con sus pasiones y sentimientos, sino en encauzarlos, por medio de las virtudes, para que contribuyan a amar el bien que la razón señala. Los afectos así ordenados facilitan el buen ejercicio de la libertad: favorecen la lucidez de la mente y el buen comportamiento moral.

Por último, los objetos o fines de las virtudes morales son las diversas clases de obras buenas, necesarias o convenientes, que el hombre debe realizar para alcanzar su perfección como persona. Y como los bienes que el hombre debe amar son múltiples, lo son también las virtudes.

División de las virtudes morales

La división clásica de las virtudes morales establece cuatro virtudes cardinales (del latín cardo: quicio) –prudencia, justicia, fortaleza y templanza-, en torno a las cuales giran otras virtudes particulares.

  • La prudencia (prudentia). Por perfeccionar a la razón, es una virtud intelectual; pero en cuanto a su objeto es una virtud moral, madre y guía de todas las demás. Ya hemos expuesto su definición.
  • La justicia (justitia) consiste en la constante y firme voluntad de dar a los demás lo que les es debido.
  • La fortaleza (fortitudo) es la virtud que reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos que se presentan para realizar el bien moral.
  • La templanza (temperantia) modera la atracción de los placeres y concede el equilibrio en el uso de los bienes, de modo que la persona sea dueña de sí misma y no se convierta en esclava ni de unos ni de otros.

Las virtudes cardinales tienen dos dimensiones: una general y otra particular.

a) En general, son cualidades que deben poseer todas las acciones virtuosas:

  • toda acción debe proceder de un juicio recto (prudencia),
  • debe respetar los derechos de los demás (justicia),
  • debe realizarse con tenacidad y sacrificio (fortaleza),
  • y siempre es necesario el dominio de uno mismo (templanza).

b) La dimensión particular se refiere a los aspectos de la conducta de la persona en los que estas virtudes son más necesarias; así,

  • el objeto particular de la prudencia es imperar o mandar que se realice la acción que se ha juzgado buena;
  • el objeto de la justicia es dar a cada uno lo suyo en las relaciones entre iguales;
  • el de la fortaleza, superar los obstáculos más difíciles para hacer el bien: el miedo a la muerte, etc.; y
  • el de la templanza, moderar los deseos más fuertes para encauzarlos hacia el bien de la persona: el placer sexual y el placer del gusto.

Las virtudes particulares o partes de las virtudes cardinales suelen dividirse en subjetivas, integrantes y potenciales.

  • Las partes subjetivas de una virtud cardinal son diversas especies de esa virtud.
  • Las partes integrantes son virtudes necesarias para la perfección de la virtud correspondiente.
  • Las partes potenciales o virtudes anejas de una virtud cardinal son virtudes que tienen algo en común con esa virtud, pero no se identifican con ella.

La necesidad de las virtudes morales

Hay al menos tres importantes razones por las que la persona necesita adquirir las virtudes morales:

1ª. La razón y la voluntad no están determinadas por naturaleza a un modo de obrar recto.

  • La razón puede equivocarse al determinar cuál es la acción adecuada para alcanzar un fin bueno.
  • La voluntad puede querer muchos bienes que no están de acuerdo con la recta razón y que, por tanto, no perfeccionan a la persona.

Por todo ello, el hombre tiene la posibilidad de hacer mal uso de su libertad. Pero, gracias a las virtudes, que “determinan” cuál es el bien para la persona y la capacitan para elegirlo, se pueden superar esas dificultades y ejercitar bien la libertad.

2ª. La naturaleza humana tiene determinadas deficiencias: la dificultad de la razón para conocer la verdad, el endurecimiento de la voluntad para querer el bien y la falta de sumisión de los apetitos a la razón. Los vicios personales agravan todavía más esas deficiencias. Todo ello hace más necesario que la razón, la voluntad y los apetitos sean perfeccionados por las virtudes, que les otorgan además prontitud, facilidad y gozo en la realización del bien.

3ª. Por último, las circunstancias en las que una persona puede encontrarse a lo largo de su vida son muy diversas, y a veces requieren respuestas imprevisibles y difíciles. Las normas generales, siendo imprescindibles, no siempre son suficientes para asegurar la elección buena en cada situación particular. Solo las virtudes proporcionan la capacidad habitual de juzgar correctamente, elegir la acción excelente en cada circunstancia concreta y llevarla a cabo.

La experiencia personal e histórica muestra que el hombre tiene una gran capacidad para el bien y para el mal; es capaz de lo más sublime y de lo más vil; puede perfeccionarse o corromperse. Y nada le garantiza que, en las diversas circunstancias de la vida, vaya a superar los obstáculos que se presenten para la realización del bien. Lo único que le puede asegurar una respuesta adecuada son las virtudes.

La necesidad de las virtudes resulta obvia para quien se plantea la vida moral como la lucha por alcanzar la perfección o plenitud de la persona, su telos, que implica colaborar también el la perfección de los demás. En cambio, si la vida moral se reduce al cumplimiento de un conjunto de normas para asegurar la convivencia pacífica, las virtudes pierden su verdadero sentido. Cuando se considera que lo único importante es el éxito económico, la eficacia técnica o el bienestar material, las virtudes son sustituidas por las habilidades.

La necesidad de las virtudes morales quedará todavía más clara en el siguiente apartado, en el que se estudia el papel esencial que juegan en la realización de la obra buena.

Las tres dimensiones esenciales de la virtud moral

Para obrar bien y con perfección, se requiere:

  • recta intención: que la voluntad quiera un fin bueno, conforme a la recta razón;
  • recta elección: que la razón determine bien la acción que se va a poner como medio para alcanzar aquel fin bueno, y la voluntad elija esa acción; y
  • recta ejecución de la acción elegida.

Pues bien, las virtudes son perfecciones que capacitan a la persona para

  • proponerse habitualmente fines buenos (es la dimensión intencional de las virtudes),
  • elegir los medios buenos para alcanzar esos fines (dimensión electiva), y
  • ejecutar bien las acciones elegidas (dimensión ejecutiva).

La dimensión intencional

De las tres dimensiones, la más propia de la virtud moral es la electiva. Pero la buena elección presupone necesariamente una buena intención.

¿En qué consiste la buena intención? En que la persona quiera y busque lo que está de acuerdo con la recta razón, es decir, lo que es moralmente bueno, el bien moral.

Ahora bien, hay diversidad de bienes morales, no solo uno. Y para saber cuáles son los bienes morales, hay que recurrir a las inclinaciones naturales de la persona. La persona humana está inclinada, de modo natural, a buscar determinados bienes para su perfección: la conservación y desarrollo de la vida, la unión sexual, la convivencia con otras personas, el conocimiento de la verdad, etc.

Estos bienes no podemos quererlos y buscarlos de cualquier manera, sino de acuerdo con los fines de las virtudes, es decir, con justicia (cuando se trata de relaciones entre personas); con fortaleza (si se trata de bienes arduos y difíciles); y con templanza (en el caso de los bienes que producen placer). Solo cuando los buscamos de este modo, nos perfeccionan desde el punto de vista moral. Solo entonces son bienes morales.

Pues bien, las virtudes perfeccionan a la persona para que, de modo firme y estable, se proponga alcanzar el bien moral en cada una de sus acciones.

La persona virtuosa tiene habitualmente la intención de buscar los bienes morales, que la encaminan a su perfección y felicidad. Pero, además, adquiere una creciente connaturalidad con estos bienes, es decir, los encuentra cada vez más atractivos; no los considera solo como bienes que se deben buscar, sino como bienes que son buenos para ella.

La dimensión electiva

Para actuar bien no basta con la buena intención de querer el bien moral; es necesario, además, que sean buenos los medios elegidos para alcanzar el bien que se pretende, y esta es precisamente la función esencial de la virtud moral: ser hábito de la buena elección. El acto propio de la virtud moral es la elección recta. Una de las definiciones aristotélicas de virtud subraya este aspecto: «La virtud es un hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón, tal como decidiría el hombre prudente» (Aristóteles, Ética a Nicómaco, II, 6).

Gracias a que la voluntad virtuosa tiene el deseo firme de querer el bien moral, la razón puede deliberar sin obstáculos sobre los medios adecuados que hay que poner para conseguirlo. Como fruto de esta deliberación, la razón juzga con acierto cuál es la acción concreta que se debe realizar para alcanzar el bien moral propuesto e impera su puesta en práctica. Si la persona elige libremente esa acción, se hace mejor persona, y si continúa actuando de este modo, se hace virtuosa.

Pero, ¿cómo llega la razón a determinar la acción concreta que se debe realizar para alcanzar un bien moral? ¿Cómo saber qué debo hacer aquí y ahora para realizar el bien moral que me he propuesto: por ejemplo, vivir la justicia con las personas a las que les debo dinero?

En primer lugar, contamos con el conocimiento de las normas morales (ciencia moral). Este conocimiento es importante, y debemos poner los medios para adquirirlo; pero no es suficiente: se puede conocer muy bien la ciencia moral y, a pesar de ello, juzgar mal y elegir una acción mala por influencia de una pasión. Por ejemplo, al avaro le parece bueno quedarse con el dinero que debe a otras personas, aunque sepa que es contrario a la norma moral que manda dar a cada uno lo suyo.

Para elegir una acción buena, es preciso además que la persona la “vea” como buena no solo en general, sino también como buena para ella, aquí y ahora, y para eso necesita tener connaturalidad afectiva con el bien. Esta connaturalidad la proporcionan las virtudes morales. Gracias a ella, la razón se hace capaz de un conocimiento concreto, directo y práctico, que le permite juzgar rectamente, de modo sencillo y con certeza, sobre la acción que se debe realizar en cada momento. Así se explica que sean las virtudes morales las que hacen posible la elección recta.

No se debe olvidar, sin embargo, que hacer posible la elección recta no quiere decir garantizarla plenamente. Desear de modo firme un fin virtuoso es necesario, pero no es suficiente para que la elección de la acción concreta sea recta. En el estudio particular de la virtud de la prudencia se estudian los pasos que han de darse a fin de superar los obstáculos que impiden llegar a un juicio recto sobre la acción y a su efectiva realización.

Para juzgar acertadamente sobre el bien concreto, es decir, para ser prudente, el hombre necesita, como se acaba de ver, las virtudes morales en la voluntad y en los apetitos o afectividad sensible. Pero, a la vez, para adquirir las virtudes morales, necesita las virtudes de la razón: la sindéresis -que le indica los bienes morales o fines buenos que debe buscar- y la prudencia, que señala las acciones verdaderamente buenas, excelentes, para alcanzar los fines propuestos. De este modo, la razón “racionaliza” a la voluntad y a los apetitos sensibles, formando en ellos las virtudes morales.

Se puede concluir, por tanto, que las virtudes morales son el mismo orden de la razón implantado en las facultades apetitivas, la racionalización de la voluntad y los apetitos o afectos sensibles para que sus deseos concuerden con la razón. Si se olvida o niega esta dimensión esencial, las virtudes quedan reducidas necesariamente a costumbres o automatismos, y pierden su puesto clave en la ciencia y en la vida moral.

La dimensión ejecutiva

Una vez elegida la acción buena, hay que ejecutarla: convertir en vida la verdad sobre el bien que la razón ha conocido y que la voluntad quiere. Además, hay que ejecutarla bien, de modo oportuno, acertado y eficaz, porque la bondad del acto interior se refleja precisamente en la perfección externa de la acción. Para ello se necesitan también las virtudes, sobre todo cuando se trata de acciones difíciles, complejas o de larga duración.

En el caso de las acciones que se extienden mucho en el tiempo, las virtudes permiten que la persona no decaiga en su propósito de obrar bien; que supere los obstáculos internos y externos que se puedan presentar, tal vez de modo imprevisto; que mantenga la rectitud de intención; y que no se desanime si en algún momento desaparece el entusiasmo con el que contaba al comienzo.

El siguiente apartado puede considerarse como un tratamiento más amplio de esta cuestión.

Características del obrar virtuoso

Las virtudes hacen que reine entre las diversas facultades de la persona el orden, la unión y la armonía que corresponde a la naturaleza humana, inclinando a cada una de ellas a su fin propio, a su operación perfecta. Cada una desempeña su papel natural: la razón dirige, la voluntad manda, la sensibilidad ayuda, las fuerzas corporales obedecen.

La consecuencia de esta armonía es que la conducta virtuosa se realiza con firmeza, prontitud, facilidad y gozo.

Actuar con firmeza es obrar con un querer más intenso de la voluntad, tender de modo estable y con más amor al acto virtuoso. La firmeza en el obrar no quiere decir inflexibilidad ni rigidez, pues se trata de ser firmes respecto a los fines propios de la virtud: justos, valientes, templados; y no respecto a los medios, que serán diversos según cada acción concreta. El templado es siempre templado, pero no de la misma manera, porque sabe tener en cuenta las circunstancias de cada acción.

La facilidad y prontitud del obrar virtuoso no es fruto del automatismo o de la falta de deliberación, sino de la mayor capacidad de conocer el bien y amarlo que proporciona la virtud. En efecto, el que posee, por ejemplo, la virtud de la justicia quiere de modo firme un fin determinado: ser justo. Por eso, cuando juzga una acción como conveniente para realizar ese fin –después de una deliberación que puede ser breve o larga, según los casos-, la elige inmediatamente, sin dudar entre ser justo o no serlo, y la pone en práctica diligentemente, sin plantearse la opción por la injusticia.

La acción virtuosa se realiza con gozo, que no implica necesariamente placer sensible, y está muy lejos de la autocomplacencia. Las virtudes, al adaptar y asimilar las facultades humanas a los actos buenos, connaturalizan a la persona con la conducta virtuosa, de modo que ésta se convierte en algo natural que causa el gozo y la satisfacción.

Gracias a las virtudes, el hombre realiza la acción buena que ha elegido no con amargura o como quien tiene que soportar una pesada carga, contradiciendo una y otra vez sus afectos para no volverse atrás, sino con alegría y con verdadero interés, porque todas sus energías –intelectuales y afectivas- cooperan a la realización del bien.

Hay quien piensa que realizar acciones con facilitad y gozo tiene menos valor moral y menos mérito que hacer el bien sintiendo repugnancia y disgusto. Pero lo esencial para que una acción sea moralmente buena no es la dificultad de su realización, sino su perfección interior y exterior, es decir, el amor al verdadero bien. La persona virtuosa actúa con más facilitad y gozo, y su acción tiene más valor, porque esa facilidad y ese gozo son consecuencia de amar más el bien.

De esto no se debe deducir que el actuar virtuoso aleje de la persona el sufrimiento. El virtuoso también sufre, siente pena y dolor, y a veces más que el vicioso o el mediocre, por tener una sensibilidad más perfecta; pero sufre por amor al bien, y ese sufrimiento es perfectamente compatible con la alegría y el gozo interior. De todas formas, para que esta compatibilidad sea plena se necesitan las virtudes infusas.

Las virtudes morales como término medio

Como hemos visto, Aristóteles define la virtud moral como un hábito electivo que consiste en un “término medio” relativo a nosotros, determinado por la razón. La expresión “término medio” no siempre ha sido bien entendida. No es raro que la frase in medio virtus se utilice como cita de autoridad para confirmar que lo más prudente en la vida es optar por la mediocridad sin riesgos. Pero Aristóteles no pretende afirmar que la virtud sea lo mediocre. Todo lo contrario: para él, la acción virtuosa es la acción excelente, la cumbre entre dos valles igualmente viciosos, uno por exceso y otro por defecto.

La persona virtuosa no elige sin más una acción buena entre varias posibles, sino la acción óptima. La virtud moral es «la cualidad que permite a la razón y a la voluntad del hombre llegar a su máximo de potencia en el plano moral, producir las obras humanamente perfectas, y por lo mismo conferir al hombre la plenitud del valor que le conviene» (S. Pinckaers, La renovación de la moral, 231). Las virtudes capacitan a la persona para realizar acciones perfectas y alcanzar su plenitud humana.

Aristóteles afirma que el término medio de la virtud es “relativo a nosotros”, es decir, al sujeto que realiza la acción. Esto se refiere específicamente a las virtudes que perfeccionan los apetitos sensibles: fortaleza y templanza. En efecto, respecto a las propias pasiones, cada uno es distinto a los demás, y, por otra parte, las pasiones y sentimientos varían según las circunstancias en las que una persona se encuentra. Por eso, realizar determinada acción (como comer cierta cantidad de alimento) puede constituir un acto de templanza para uno, y no para otro; lanzarse al mar para salvar a alguien, puede ser una acción valiente para una persona, y temeraria para otra, sobre todo si no sabe nadar.

Decir que la fortaleza y la templanza constituyen un término medio quiere decir que la persona valiente y templada no se deja afectar por las pasiones ni más ni menos de lo que es razonable, es decir, en la medida exigida por la razón.

Para encontrar el término medio es preciso realizar una actividad cognoscitiva: comparar varias realidades, relacionarlas unas con otras, etc. Esta función la realiza la recta razón, es decir, la razón práctica perfeccionada por la virtud de la prudencia, que es la guía y medida de las virtudes morales.

Conviene recordar aquí la existencia de acciones que, sean cuales sean las circunstancias de la persona que las realiza, nunca son virtuosas, porque son intrínsecamente malas: nunca es lícito el adulterio, el hurto, la mentira o dar muerte al inocente. Cuando se trata de estas acciones –afirma Aristóteles-, «no está el bien y el mal..., por ejemplo, en cometer adulterio con la mujer debida y cuando y como es debido, sino que, de modo absoluto, el hacer cualquiera de estas cosas está mal» (Aristóteles, Ética a Nicómaco, II, 6, 1107a 9-18).

La conexión o interdependencia de las virtudes

Las virtudes morales dependen unas de otras debido a que todas ellas participan de la prudencia, pues por ser hábitos electivos ninguna puede darse sin esta virtud. A la vez, como se ha visto, la persona no puede ser prudente si no posee las demás virtudes morales, ya que si en el razonamiento moral interfieren las pasiones desordenadas (debido, por ejemplo, a que esa persona no es templada), la deliberación comienza a ser defectuosa y pueden nacer los conflictos irresolubles.

La conexión de las virtudes morales supone que cualquier virtud, para que sea perfecta, necesita de las peculiaridades de las demás. Por ejemplo, para ser templada, una persona necesita tener sentido de la justicia y de la fortaleza. Y viceversa, para ser justa y fuerte, necesita la virtud de la templanza.

Por otra parte, la ausencia de una virtud es un obstáculo para desarrollar cualquier otra. Una persona puede tener, por ejemplo, un gran sentido de la justicia, pero si no es templada, es fácil que tarde o temprano deje de practicar la justicia para satisfacer sus pasiones desordenadas. De igual manera, un cobarde no puede ser realmente justo. En circunstancias normales cumplirá con sus deberes de justicia, pero en cuanto llegue una situación difícil en la que ser justo suponga mayor dificultad o riesgo, es más fácil que, llevado por el miedo, defraude o mienta. Puede incluso odiar la deshonestidad, pero su falta de fortaleza, su miedo a enfrentarse a situaciones difíciles, no le dejarán otra opción (Cf. Y.R. Simon, The Definition of Moral Virtue, Fordham University Press, New York 1986, 128).

La unión de las virtudes morales en la prudencia impide que se puedan dar verdaderos “conflictos de virtudes”. Al ser la misma prudencia la que está presente en todas las virtudes como su principio de unidad, cuando la persona es verdaderamente prudente, lo es en todas sus acciones, ya se refieran a cuestiones de justicia, de fortaleza o de templanza.

Como las virtudes no son independientes unas de otras, sino que están íntimamente relacionadas y conectadas, formando un organismo regulado por la prudencia, crecen todas al mismo tiempo, y ninguna llega a ser perfecta sin el desarrollo de las otras. Por eso, el esfuerzo por adquirir una virtud determinada, hace progresar a todas las demás.

8. Adquisición, crecimiento y pérdida de las virtudes morales

Nadie es virtuoso ni vicioso por naturaleza. La virtud y el vicio son fruto del buen o mal uso de la libertad. Una educación moral adecuada es condición imprescindible para adquirir las virtudes. Pero aun en las mejores condiciones de educación, es la persona con su libertad la que, en último término, decide entre el bien y el mal.

Las virtudes morales son fruto de la libertad

Las virtudes morales se adquieren por la libre y repetida elección de actos buenos. Ahora bien, para que la repetición de actos no lleve al automatismo, sino a la virtud, es preciso atender siempre a las dos dimensiones (interior y exterior) del acto humano.

  • La dimensión interior (acto interior) consiste en el ejercicio de la inteligencia, que conoce, delibera y juzga; y de la voluntad, que ama el bien que la inteligencia le señala.
  • La dimensión exterior (acto exterior) es la ejecución, por parte de las demás facultades, movidas por la voluntad, de la acción conocida y querida.

Pues bien, la repetición de actos con los que se alcanza la virtud, se refiere, en primer lugar, a los actos interiores. Se trata de elegir siempre las mejores acciones, las más acertadas, para alcanzar un fin bueno, en unas circunstancias determinadas. Y esto no puede hacerse de modo automático; exige ejercitarse en la reflexión y en el buen juicio. Las virtudes nacen de la elección de actos buenos, crecen con la elección de actos buenos y se ordenan a la elección de actos buenos.

En consecuencia, los actos exteriores que se deben realizar no son siempre los mismos, ni se ejecutan siempre del mismo modo, pues la prudencia puede mandar, según las cambiantes circunstancias, actos externos muy diferentes, incluso contrarios. La fortaleza, por ejemplo, supone un acto interior de conocimiento y amor al bien que a veces se realiza resistiendo, otras atacando y otras huyendo.

De ahí que un acto externo bien realizado no signifique, sin más, la existencia de verdadera virtud. No es justo el que sólo ejecuta un acto externo de justicia de modo correcto, sino el que lo hace, antes de nada, porque quiere el bien del otro (acto interior). Sin embargo, el valor esencial del acto interior no debe restar importancia al acto exterior. Si no se realiza el acto exterior de dar lo que se debe a quien se debe, no se vive la virtud de la justicia; no vive la virtud de la gratitud el que solo se siente agradecido, sino el que además lo manifiesta del modo adecuado.

El crecimiento en las virtudes es crecimiento en la libertad

La esencia de la libertad no consiste en que la voluntad sea indiferente para poder elegir entre el bien y el mal, sino en el dominio de los propios actos, en la capacidad de dirigir la propia acción hacia la perfección, en el poder de hacer el bien queriendo hacerlo. Esta libertad puede crecer: en la medida en que progresa el conocimiento de la verdad y el amor al bien, aumenta el dominio sobre la acción.

Pues bien, las virtudes, al perfeccionar las potencias espirituales (la razón y la voluntad) para que realicen acciones moralmente excelentes, contribuyen al perfeccionamiento de la libertad: dan al hombre más capacidad de conocer y amar, más poder de hacer el bien, y de hacerlo cada vez con más facilidad, prontitud y gozo.

Además, la libertad es potenciada también por los mismos apetitos sensibles perfeccionados por las virtudes de la fortaleza y la templanza. Gracias a estas virtudes, que racionalizan los apetitos, la razón puede juzgar sobre el bien que se debe realizar en cada situación, sin que las pasiones constituyan un obstáculo que la inclinen a falsear ese juicio; es más, como hemos visto, estas pueden ejercer sobre la razón un papel positivo en su función de juzgar. La voluntad, por su parte, puede querer el bien con todas sus fuerzas; y las pasiones, en lugar de ser una rémora para amar el bien, pueden ayudar a la voluntad a amar el bien con más intensidad.

Las virtudes perfeccionan a la inteligencia y a la voluntad para realizar obras buenas. Pero además, una vez que estas facultades alcanzan un cierto grado de perfección, quedan capacitadas para realizar actos todavía mejores, más perfectos que los anteriores. La vida moral es, por tanto, un constante progreso en el conocimiento de la verdad y en el amor al bien, un continuo crecimiento en humanidad, que tiene como consecuencia la felicidad propia y la de los demás.

Cuando la persona advierte que tiene esta capacidad de ser feliz y hacer felices a los demás, descubre la verdadera motivación para vivir bien, y adquiere una visión optimista de la vida moral. En cambio, cuando la enseñanza moral prescinde de la noción de virtud, la persona tiende a instalarse en la mediocridad y a conformarse con el cumplimiento de las exigencias mínimas, como atestigua la historia de la ética moderna.

Las virtudes se pierden libremente

Las virtudes pueden disminuir y perderse por la falta prolongada de ejercicio y por la libre realización de acciones contrarias. De este modo se genera el vicio, que es un hábito contrario a la virtud.

Los vicios también se adquieren libremente. Pero se trata de un modo moralmente malo de ejercer la libertad, que produce la ceguera para ver el bien sobre la verdad, y convierte a la persona en esclava de sus pasiones desordenadas. En efecto, la capacidad para ver la verdad sobre el bien, para discernir lo que es bueno, disminuye. La prudencia se corrompe, y si no se rectifica, tienden a corromperse también la ciencia moral y la sabiduría. Por otra parte, la persona viciosa pierde capacidad para elegir el bien, y en este sentido es menos libre. Pero en la medida en que se trata de una esclavitud voluntaria, la persona es responsable de su situación. De ahí la importancia de una actitud vigilante, que implica el examen de las propias acciones, y de renovar una y otra vez la lucha, a pesar de los errores.

La educación en las virtudes

Se ha dicho más arriba que las virtudes se adquieren a fuerza de elegir y realizar, de modo libre y constante, actos buenos. Pero esta adquisición solo es posible, como han puesto de relieve diversos autores contemporáneos, siguiendo a Aristóteles y Santo Tomás, en un contexto educativo adecuado. Algunos elementos de este contexto se estudian a continuación.

La concepción de la vida moral

El contexto para la adquisición de las virtudes será adecuado si en él predomina el concepto de vida moral como un progreso hacia la meta (telos) de la excelencia humana. Sin esta visión teleológica de la vida, presente en el pensamiento de Aristóteles, San Agustín o Santo Tomás, la educación en las virtudes pierde su verdadera razón de ser; y la formación moral, aunque hable de virtudes, tiende a transformarse en transmisión teórica de normas que el sujeto debe aplicar sin conocer su verdadero sentido. En tal caso, la educación moral produce necesariamente una tensión entre la afectividad y la razón: las normas se ven como un obstáculo para la expansión de las tendencias; la razón, como hostil al corazón; y todo el orden moral, como límite y represión de la afectividad. Esta oposición, característica de las éticas de inspiración kantiana, es contraria a la naturaleza humana, y por eso no conduce a la perfección y armonía interior, sino a la ruptura moral y psíquica de la persona.

La educación de las virtudes implica que la vida se entienda como un proyecto hacia la perfección moral de la persona, un proyecto que solo puede realizarse libremente gracias a las virtudes.

Este aspecto ha sido puesto de relieve en el pensamiento ético contemporáneo por MacIntyre y otros autores, como Iris Murdoch y Barbara Hardy, al hablar de la estructura narrativa de la vida moral: la educación de las virtudes supone que la vida moral se concibe como un todo, y no como un conjunto de acciones aisladas que nada tienen que ver unas con otras, ni guardan relación con el proyecto de la persona; como una unidad inteligible y ordenada; o como un viaje en el que hay un fin que se busca, y una concepción de fondo sobre lo que la persona quiere ser. Sólo así cada una de las acciones que la persona realiza y los sucesos que le advengan a lo largo de su vida, adquieren verdadero sentido.

Según MacIntyre, «cualquier intento contemporáneo de encarar cada vida humana como un todo, como una unidad, cuyo carácter provee a las virtudes de un telos adecuado, encuentra dos tipos de obstáculos, uno social y otro filosófico» (Tras la virtud, 252). El obstáculo social lo constituye la modernidad como cultura de la segmentación y multiplicidad respecto a la vida humana. Los obstáculos filosóficos son la atomizante filosofía analítica, que tiende a pensar fragamentariamente la conducta humana y a descomponerla en “acciones básicas”, y el existencialismo, para el que la vida es teatral en su esencia, representación de papeles que nada tienen que ver con la realidad del ser personal en su integridad.

Los vínculos de la amistad y la tradición

Otro elemento fundamental del ámbito adecuado para la formación de las virtudes es la existencia de vínculos de amistad y tradición.

La necesidad de maestros de la virtud

Para adquirir las virtudes morales se requiere la prudencia, pero la prudencia se forma en la persona gracias a las virtudes morales. Este dilema se resuelve cuando el sujeto se encuentra en un ámbito educativo en el que cuenta con modelos y maestros.

La primera característica del educador es ser él mismo modelo para sus discípulos. Su misión no consiste únicamente en informar, sino sobre todo en formar, y eso solo es posible si él mismo es virtuoso. De otro modo no tendría la autoridad moral necesaria para ser maestro de virtudes. Debe ser consciente además de que él mismo está en proceso de adquisición de las mismas virtudes que enseña. Los grandes maestros no se consideran nunca plenamente formados y tienen la humildad de aprender incluso de sus propios discípulos.

El primer paso hacia la virtud consiste en hacer lo que mandan las personas a las que se reconoce autoridad moral y son consideradas como modelos. El motivo de esa obediencia e imitación suele ser agradarles. El aprendizaje de las virtudes requiere, por tanto, una base de amistad-afecto entre el discípulo y el maestro. Los modelos de los que verdaderamente se aprende son aquellos a los que nos une un mayor vínculo afectivo. El amor de amistad –en sus diversas facetas- es imprescindible para una verdadera educación en las virtudes. Sin esa base, el educador puede coaccionar y exigir el cumplimiento externo de normas y de mandatos, pero lo que no puede es transmitir el amor al bien y a las virtudes.

La imitación del modelo es, sin duda, un primer paso. Pero la imitación externa no comporta necesariamente en el alumno la dimensión interior de las acciones. Sucede más bien que el alumno tiende a imitar las acciones externas que ve en el modelo porque le unen a él lazos afectivos, sin dar importancia a la intención que se debe buscar y sin pararse a reflexionar para juzgar por sí mismo qué acción es la que debe elegir en cada situación concreta.

En consecuencia, el educador no puede descuidar el aspecto cognoscitivo, intelectual de la vida moral. Ha de enseñar a su discípulo los fundamentos morales necesarios para que sea capaz de realizar por sí mismo los juicios prácticos conformes a las virtudes. Sin los recursos intelectuales, la vida moral queda sin fundamento racional, y una vez que desaparece el educador, o las relaciones afectivas con él, el alumno no sabe cómo actuar.

En la formación de las virtudes, el maestro o modelo –cuyo papel es primordial en el comienzo de la educación- va pasando necesariamente a un segundo plano, y el alumno adquiere un mayor protagonismo en el desarrollo de su vida moral.

Las virtudes sobrenaturales o infusas

Para completar este capítulo general sobre las virtudes, exponemos, por último, la división y definiciones de las virtudes sobrenaturales o infusas.

Según la fe cristiana, Dios infunde en la inteligencia y la voluntad las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo (hábitos infusos) que otorgan al hombre la posibilidad de obrar como hijo de Dios.

Las virtudes sobrenaturales suelen dividirse en teologales y morales. La existencia de las virtudes morales sobrenaturales (paralelas a las virtudes morales humanas: prudencia, justicia, fortaleza y templanza infusas) es doctrina común entre Padres y teólogos.

Las virtudes teológicas o teologales son dones de Dios por los que el hombre se une a Él en su vida íntima. Pero son verdaderas virtudes, es decir, disposiciones permanentes del cristiano que le permiten vivir como hijo de Dios, como otro Cristo, en todas las circunstancias.

Son las siguientes:

  • La fe, por la que «creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado, que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1481); por tanto, por la fe, se conoce la intimidad de Dios.
  • La esperanza, por la que «aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (CEC, n. 1817).
  • La caridad. Por la caridad, Dios nos ama y nos da el amor con que podemos libremente amarle a Él «sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios» (CEC, n. 1822).

Bibliografía adicional

  • ABBÀ, G., Felicidad, vida buena y virtud, Barcelona 1992.
  • CESSARIO, R., Las virtudes, Valencia 1998.
  • GARCÍA DE HARO, R., L’agire morale e la virtù, Milano 1988.
  • MACINTYRE, A. Tras la virtud, Barcelona 1987.
  • PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, Madrid 1980.
  • PINCKAERS, S., La renovación de la moral, Estella 1971.
  • RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral. Fundamentos de la Ética Filosófica, Madrid 2000.
  • RODRÍGUEZ-LUÑO, A., La scelta etica. Il rapporto fra libertà e virtù, Milano 1988.
  • WADELL, P.J., La primacía del amor. Una introducción a la ética de Tomás de Aquino, Madrid 2002.
  • Alasdair MacIntyre (2004). Tras la virtud. Editorial Crítica. ISBN 978-84-8432-170-5. 
  • Josef Pieper (2007). Las virtudes fundamentales. Ediciones Rialp. ISBN 978-84-321-3134-9. 

Enlaces externos

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